Madrid, 21 agosto 2012
Por Luis Esteban G. Manrique
(Especial para Infolatam).-
En un artículo publicado en 1853 en The New York Tribune, Karl Marx observó que cuanto más colosales son las obras hidráulicas que emprende un Estado, más despóticos son sus gobernantes porque la necesidad de coordinar el uso del agua en amplias extensiones territoriales provoca una mínima resistencia ante el despotismo.
Pero en el siglo XX, todo tipo de sistemas políticos se aficionaron a la imagen que proyectaban las grandes presas: la idea de un Estado enérgico y resuelto capaz de doblegar a la naturaleza. Políticos tan distintos como Franklin Roosevelt o Gamal Abdel Nasser demostraron su gran afición a construir presas, a las que Nehru llamó “los templos de la India moderna”.
Debido a los daños medioambientales que causan, las represas se han convertido en muchas regiones del mundo en un anacronismo. Pero en otras, muchos gobiernos siguen viendo en ellas una fuente de energía imprescindible. Hoy aproximadamente dos tercios de las corrientes fluviales del planeta pasan por encima o a través de algún tipo de dique. El 20% de la electricidad que se genera a escala global es de origen hidroeléctrico.
Brasil, Canadá, Venezuela, Chile, Myanmar y Nepal, entre otros países, están construyendo o proyectando una docena de grandes nuevas represas. China terminó en octubre de 2010 la “madre” de todas ellas: la de las Tres Gargantas, en el Yangtsé, el mayor río de Asia, en el que el mayor proyecto hidráulico de la historia, relegando a la de Itaipú, sobre el río Paraná, al segundo lugar y a la del Guri (Venezuela) al tercero. La presa ha desplazado a dos millones de personas y aumentado en un 10% la capacidad hidroeléctrica del país.
Pero a medida que avanzan esos faraónicos proyectos, también lo hacen las protestas sociales que han provocando que varios de ellos se hayan suspendido o cancelado. En Myanmar, por ejemplo, el régimen militar se vio obligado a paralizar el año pasado la construcción de la presa de Myitsone, financiada por China, que iba a recibir el 90% de la electricidad generada, por el amplio movimiento de rechazo de los pobladores de la cuenca del río Irawady, el más caudaloso del país. Según Human Rights Watch, la insurrección de una guerrilla secesionista étnica que ha provocado unos 75.000 desplazados, fue una consecuencia directa de ese proyecto.
Las guerras del agua
En América Latina, los movimientos ecologistas y los pueblos indígenas ya han forzado la cancelación de varios proyectos hidroeléctricos en la Amazonía y la Patagonia. El 68% de la electricidad que consume la región proviene de fuentes hidroeléctricas, que generan energía limpia y barata, controlan los flujos fluviales y dirigen agua para irrigar tierras áridas.
En un esfuerzo por reducir su dependencia de los combustibles fósiles, y en parte en respuesta a la presión internacional para usar energías renovables que reduzcan las emisiones de carbono, diversos países de la región han apostado por los proyectos hidroeléctricos, aparentemente ideales dadas sus grandes reservas de agua dulce y escasos recursos energéticos alternativos. El problema es que, al mismo tiempo, las represas desvían ríos, destruyen ecosistemas frágiles, desplazan comunidades enteras e inundan enormes territorios.
Desde Yucatán a la Tierra del Fuego, la región posee el 31% del agua dulce del mundo, pero 500 millones de personas no tienen acceso al agua potable, 125 millones carecen de servicios de saneamiento y el 40% vive en zonas que cuentan solo con un 10% de los recurso hídricos de la región. Esa convergencia de factores es un cóctel explosivo. Según USAID, la agencia para la cooperación de la desarrollo de EE UU, en los últimos 60 años por lo menos el 40% de todos los conflictos interestatales tuvieron un vínculo con los recursos naturales, gran parte de ellos causados por disputas en torno al agua.
En ninguna otra región el desafío ecológico y social es mayor que en la Amazonía. Ocho países -Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana, Perú, Venezuela y Surinam- comparten la mayor cuenca hidrológica del mundo: más de siete millones de kilómetros cuadrados que contienen más de la mitad de los bosques tropicales que subsisten en el mundo.
El Amazonas descarga el 20% del agua de todos los ríos que fluyen a los océanos del mundo, es decir un volumen mayor que el de los ocho ríos siguientes, lo que hace de la cuenca amazónica un filón hidroeléctrico… pero también un foco de conflictos. Solo la represa de Balbina sobre el río Uatumá, al norte de Manaos, produjo tras inauguración en 1987 la inundación de 2.000 kilómetros cuadrados de bosques vírgenes. Las 80 represas planificadas o en construcción en la Amazonía brasileña podrían inundar 12 millones de hectáreas más.
Esa demanda de energía hidroeléctrica puede ser incompatible con la preservación de los ecosistemas amazónicos. En la Patagonia ocurre algo similar. En el Perú, una de las primeras medias del gobierno de Ollanta Humala fue cancelar el plan anunciado por el ex presidente Alan García de construir 20 centrales hidroeléctricas en la cuenca del río Marañón, uno de los dos principales afluentes del Amazonas, con una inversión estimada de 15.000 millones de dólares, lo que iba permitir al país exportar energía por valor de 6.000 millones de dólares anuales y atender la demanda de la gran industria minera.
Humala tuvo muy en cuenta que en la provincia de Bagua, en esa misma zona, en 2009 una revuelta de pueblos indígenas contra proyectos petroleros causó la muerte de 33 personas, 24 de ellas policías. Sin embargo, el presidente aún no ha decidido que hará con el proyecto de la represa Pakitzapango, que generaría 2.000 megavatios e inundaría el valle del río Ene, poblada por la etnia asháninka, una de las más golpeadas durante la campaña antisubversiva contra Sendero Luminoso. De las 70.000 vidas que se cobró el conflicto, 6.000 fueron miembros de esa etnia y varios miles más se convirtieron en refugiados internos.
El proyecto es parte de un plan para construir cinco represas que generarían 6.500 megavatios, la mayor parte para su exportación a Brasil. Por ahora, el debate del proyecto está estancado en el Congreso, aunque muchos analistas creen que en la próxima vista a Lima de la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, terminará por inclinar la decisión de Humala a favor del proyecto. La Central Asháninka del Río Ene ya ha presentado una demanda judicial para que el gobierno revele los planes de viabilidad del proyecto.
En Chile, la oposición popular al megaproyecto hidroeléctrico HidroAysén, conformado por cinco represas que iban a suponer una inversión de 3.200 millones de dólares, la inundación de 5.000 hectáreas y la generación de 2.750 megavatios, lo que iba a aumentar en un 15% la capacidad eléctrica del país hacia 2020, ha forzado al gobierno de Sebastián Piñera a suspender indefinidamente el proyecto.
Las masivas marchas de protesta que se sucedieron a lo largo de varios meses desde el norte al sur del país, lo que judicializó el proceso pese a que el Tribunal Supremo dio luz verde al proyecto, e hizo caer la aprobación del gobierno, terminaron por convencer a Piñera de la inutilidad del empeño a pesar de que él mismo había advertido que los racionamientos de energía se generalizarán en los próximos años a menos que Chile reduzca su dependencia de las importaciones de gas de Argentina.
Chile tiene un déficit de energía que le exige duplicar su capacidad de generación actual en los próximos 15 años. El país importa el 96% del petróleo y el 76% de la energía que consume. Según la Agencia Internacional de la Energía y la Organización para la Cooperación de Desarrollo Económico (OCDE), desde 1998 los precios de la electricidad para los clientes residenciales chilenos se han casi cuadruplicado.
Pero las protestas obligaron al gobierno a solicitar nuevas evaluaciones medioambientales antes de seguir adelante con el proyecto. La comisión que evaluó originalmente las consecuencias medioambientales del proyecto, solo analizó sus efectos inmediatos sobre los ecosistemas, no los que tendrán de largo plazo.
Al final, el pasado junio, el grupo privado Colbún pidió a Enel-Endesa -su socia en HidroAysén- suspender la tramitación de la línea de transmisión del proyecto y la suspensión de los estudios medioambientales, denunciando que el gobierno carecía de una política energética. La sequía de este año complica más las cosas: la hidroelectricidad, que significa en condiciones normales entre el 50% y el 60% de la matriz, durante el pasado abril contribuyó sólo con el 31%.
La batalla del Amazonas
En Brasil, el proyecto hidroeléctrico de Belo Monte requerirá una inversión de 16.000 millones de dólares para generar 11.200 megavatios. Pero el reservorio que creará inundará 48.000 hectáreas en la cuenca del río Xingú, tributario del Amazonas en el Estado de Pará, lo que expulsará a 40.000 indígenas de la foresta amazónica y liberará enormes cantidades de metano a la atmósfera por la descomposición de la vegetación que quedará bajo las aguas.
La represa brasileña-paraguaya de Itaipú desplazó a 10.000 familias que vivían en las riberas del río Paraná e inundó el parque nacional de las Cataratas de Guaira. Pero esa represa fue aprobada bajo un régimen militar cuando la conciencia medioambiental era mínima.
Ahora es distinto. Las protestas del movimiento ‘Xingú Vivo Para Sempre’ y de las tribus amazónicas locales, que han atacado repetidamente sus instalaciones con arcos y flechas han atraído la atención internacional. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos y personalidades mundiales como Bill Clinton y James Cameron, director de la oscarizada Avatar, han pedido al gobierno brasileño que suspenda la construcción de Belo Monte.
Sin embargo, Brasilia no va a ceder ante esas presiones. Brasil probablemente será la quinta economía mundial en 2017. Para entonces, sus necesidades de suministro eléctrico habrán aumentado un 56%. El gigante suramericano tiene además recursos públicos suficientes para financiar sus ambiciones. El estatal Banco Nacional para el Desarrollo Económico y Social (BNDES) concede créditos que multiplican por cuatro los del Banco Mundial.
La primer turbina de la represa estará operativa en tres años y el proyecto entero, que incluye dos represas, dos canales, dos reservorios y un sistema de diques, en 2020. Belo Monte es solo una de las 48 represas que se van a construir en la Amazonía brasileña hasta 2020. Según la ONG International Rivers Network de Berkeley (California), el proyecto removerá más tierra que la construcción del canal de Panamá.
La contradicción quedó patente cuando en la reciente conferencia de desarrollo sostenible de la ONU en Río de Janeiro, tribus amazónicas protestaban en las calles mientras Rousseff firmaba la declaración final en la que se comprometía a luchar por un mundo “más verde y limpio”.
Según Philip Fearnside, profesor del Instituto Nacional para la Investigación de la Amazonía, “Belo Monte es la punta de lanza para desmantelar el sistema entero de regulaciones y licencias medioambientales”. James Anaya, relator de la ONU para derechos de los pueblos indígenas, no cree que el gobierno de Brasilia haya cumplido sus obligaciones de consultar a las etnias locales. Fearnside denuncia que solo un 25% de la energía que generará Belo Monte irá para satisfacer el consumo de los hogares. Casi el 30% alimentará industrias pesadas como la del aluminio.
Por Luis Esteban G. Manrique
(Especial para Infolatam).-
En un artículo publicado en 1853 en The New York Tribune, Karl Marx observó que cuanto más colosales son las obras hidráulicas que emprende un Estado, más despóticos son sus gobernantes porque la necesidad de coordinar el uso del agua en amplias extensiones territoriales provoca una mínima resistencia ante el despotismo.
Pero en el siglo XX, todo tipo de sistemas políticos se aficionaron a la imagen que proyectaban las grandes presas: la idea de un Estado enérgico y resuelto capaz de doblegar a la naturaleza. Políticos tan distintos como Franklin Roosevelt o Gamal Abdel Nasser demostraron su gran afición a construir presas, a las que Nehru llamó “los templos de la India moderna”.
Debido a los daños medioambientales que causan, las represas se han convertido en muchas regiones del mundo en un anacronismo. Pero en otras, muchos gobiernos siguen viendo en ellas una fuente de energía imprescindible. Hoy aproximadamente dos tercios de las corrientes fluviales del planeta pasan por encima o a través de algún tipo de dique. El 20% de la electricidad que se genera a escala global es de origen hidroeléctrico.
Brasil, Canadá, Venezuela, Chile, Myanmar y Nepal, entre otros países, están construyendo o proyectando una docena de grandes nuevas represas. China terminó en octubre de 2010 la “madre” de todas ellas: la de las Tres Gargantas, en el Yangtsé, el mayor río de Asia, en el que el mayor proyecto hidráulico de la historia, relegando a la de Itaipú, sobre el río Paraná, al segundo lugar y a la del Guri (Venezuela) al tercero. La presa ha desplazado a dos millones de personas y aumentado en un 10% la capacidad hidroeléctrica del país.
Pero a medida que avanzan esos faraónicos proyectos, también lo hacen las protestas sociales que han provocando que varios de ellos se hayan suspendido o cancelado. En Myanmar, por ejemplo, el régimen militar se vio obligado a paralizar el año pasado la construcción de la presa de Myitsone, financiada por China, que iba a recibir el 90% de la electricidad generada, por el amplio movimiento de rechazo de los pobladores de la cuenca del río Irawady, el más caudaloso del país. Según Human Rights Watch, la insurrección de una guerrilla secesionista étnica que ha provocado unos 75.000 desplazados, fue una consecuencia directa de ese proyecto.
Las guerras del agua
En América Latina, los movimientos ecologistas y los pueblos indígenas ya han forzado la cancelación de varios proyectos hidroeléctricos en la Amazonía y la Patagonia. El 68% de la electricidad que consume la región proviene de fuentes hidroeléctricas, que generan energía limpia y barata, controlan los flujos fluviales y dirigen agua para irrigar tierras áridas.
En un esfuerzo por reducir su dependencia de los combustibles fósiles, y en parte en respuesta a la presión internacional para usar energías renovables que reduzcan las emisiones de carbono, diversos países de la región han apostado por los proyectos hidroeléctricos, aparentemente ideales dadas sus grandes reservas de agua dulce y escasos recursos energéticos alternativos. El problema es que, al mismo tiempo, las represas desvían ríos, destruyen ecosistemas frágiles, desplazan comunidades enteras e inundan enormes territorios.
En Brasil, Belo Monte expulsará a 40.000 indígenas de la foresta amazónica
Desde Yucatán a la Tierra del Fuego, la región posee el 31% del agua dulce del mundo, pero 500 millones de personas no tienen acceso al agua potable, 125 millones carecen de servicios de saneamiento y el 40% vive en zonas que cuentan solo con un 10% de los recurso hídricos de la región. Esa convergencia de factores es un cóctel explosivo. Según USAID, la agencia para la cooperación de la desarrollo de EE UU, en los últimos 60 años por lo menos el 40% de todos los conflictos interestatales tuvieron un vínculo con los recursos naturales, gran parte de ellos causados por disputas en torno al agua.
En ninguna otra región el desafío ecológico y social es mayor que en la Amazonía. Ocho países -Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador, Guyana, Perú, Venezuela y Surinam- comparten la mayor cuenca hidrológica del mundo: más de siete millones de kilómetros cuadrados que contienen más de la mitad de los bosques tropicales que subsisten en el mundo.
El Amazonas descarga el 20% del agua de todos los ríos que fluyen a los océanos del mundo, es decir un volumen mayor que el de los ocho ríos siguientes, lo que hace de la cuenca amazónica un filón hidroeléctrico… pero también un foco de conflictos. Solo la represa de Balbina sobre el río Uatumá, al norte de Manaos, produjo tras inauguración en 1987 la inundación de 2.000 kilómetros cuadrados de bosques vírgenes. Las 80 represas planificadas o en construcción en la Amazonía brasileña podrían inundar 12 millones de hectáreas más.
Esa demanda de energía hidroeléctrica puede ser incompatible con la preservación de los ecosistemas amazónicos. En la Patagonia ocurre algo similar. En el Perú, una de las primeras medias del gobierno de Ollanta Humala fue cancelar el plan anunciado por el ex presidente Alan García de construir 20 centrales hidroeléctricas en la cuenca del río Marañón, uno de los dos principales afluentes del Amazonas, con una inversión estimada de 15.000 millones de dólares, lo que iba permitir al país exportar energía por valor de 6.000 millones de dólares anuales y atender la demanda de la gran industria minera.
Humala tuvo muy en cuenta que en la provincia de Bagua, en esa misma zona, en 2009 una revuelta de pueblos indígenas contra proyectos petroleros causó la muerte de 33 personas, 24 de ellas policías. Sin embargo, el presidente aún no ha decidido que hará con el proyecto de la represa Pakitzapango, que generaría 2.000 megavatios e inundaría el valle del río Ene, poblada por la etnia asháninka, una de las más golpeadas durante la campaña antisubversiva contra Sendero Luminoso. De las 70.000 vidas que se cobró el conflicto, 6.000 fueron miembros de esa etnia y varios miles más se convirtieron en refugiados internos.
El proyecto es parte de un plan para construir cinco represas que generarían 6.500 megavatios, la mayor parte para su exportación a Brasil. Por ahora, el debate del proyecto está estancado en el Congreso, aunque muchos analistas creen que en la próxima vista a Lima de la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, terminará por inclinar la decisión de Humala a favor del proyecto. La Central Asháninka del Río Ene ya ha presentado una demanda judicial para que el gobierno revele los planes de viabilidad del proyecto.
En Chile, la oposición popular al megaproyecto hidroeléctrico HidroAysén, conformado por cinco represas que iban a suponer una inversión de 3.200 millones de dólares, la inundación de 5.000 hectáreas y la generación de 2.750 megavatios, lo que iba a aumentar en un 15% la capacidad eléctrica del país hacia 2020, ha forzado al gobierno de Sebastián Piñera a suspender indefinidamente el proyecto.
Las masivas marchas de protesta que se sucedieron a lo largo de varios meses desde el norte al sur del país, lo que judicializó el proceso pese a que el Tribunal Supremo dio luz verde al proyecto, e hizo caer la aprobación del gobierno, terminaron por convencer a Piñera de la inutilidad del empeño a pesar de que él mismo había advertido que los racionamientos de energía se generalizarán en los próximos años a menos que Chile reduzca su dependencia de las importaciones de gas de Argentina.
Chile tiene un déficit de energía que le exige duplicar su capacidad de generación actual en los próximos 15 años. El país importa el 96% del petróleo y el 76% de la energía que consume. Según la Agencia Internacional de la Energía y la Organización para la Cooperación de Desarrollo Económico (OCDE), desde 1998 los precios de la electricidad para los clientes residenciales chilenos se han casi cuadruplicado.
Pero las protestas obligaron al gobierno a solicitar nuevas evaluaciones medioambientales antes de seguir adelante con el proyecto. La comisión que evaluó originalmente las consecuencias medioambientales del proyecto, solo analizó sus efectos inmediatos sobre los ecosistemas, no los que tendrán de largo plazo.
Al final, el pasado junio, el grupo privado Colbún pidió a Enel-Endesa -su socia en HidroAysén- suspender la tramitación de la línea de transmisión del proyecto y la suspensión de los estudios medioambientales, denunciando que el gobierno carecía de una política energética. La sequía de este año complica más las cosas: la hidroelectricidad, que significa en condiciones normales entre el 50% y el 60% de la matriz, durante el pasado abril contribuyó sólo con el 31%.
La batalla del Amazonas
En Brasil, el proyecto hidroeléctrico de Belo Monte requerirá una inversión de 16.000 millones de dólares para generar 11.200 megavatios. Pero el reservorio que creará inundará 48.000 hectáreas en la cuenca del río Xingú, tributario del Amazonas en el Estado de Pará, lo que expulsará a 40.000 indígenas de la foresta amazónica y liberará enormes cantidades de metano a la atmósfera por la descomposición de la vegetación que quedará bajo las aguas.
La represa brasileña-paraguaya de Itaipú desplazó a 10.000 familias que vivían en las riberas del río Paraná e inundó el parque nacional de las Cataratas de Guaira. Pero esa represa fue aprobada bajo un régimen militar cuando la conciencia medioambiental era mínima.
A medida que avanzan esos faraónicos proyectos, también lo hacen las protestas sociales que han provocando que varios de ellos se hayan suspendido o cancelado
Ahora es distinto. Las protestas del movimiento ‘Xingú Vivo Para Sempre’ y de las tribus amazónicas locales, que han atacado repetidamente sus instalaciones con arcos y flechas han atraído la atención internacional. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos y personalidades mundiales como Bill Clinton y James Cameron, director de la oscarizada Avatar, han pedido al gobierno brasileño que suspenda la construcción de Belo Monte.
Sin embargo, Brasilia no va a ceder ante esas presiones. Brasil probablemente será la quinta economía mundial en 2017. Para entonces, sus necesidades de suministro eléctrico habrán aumentado un 56%. El gigante suramericano tiene además recursos públicos suficientes para financiar sus ambiciones. El estatal Banco Nacional para el Desarrollo Económico y Social (BNDES) concede créditos que multiplican por cuatro los del Banco Mundial.
La primer turbina de la represa estará operativa en tres años y el proyecto entero, que incluye dos represas, dos canales, dos reservorios y un sistema de diques, en 2020. Belo Monte es solo una de las 48 represas que se van a construir en la Amazonía brasileña hasta 2020. Según la ONG International Rivers Network de Berkeley (California), el proyecto removerá más tierra que la construcción del canal de Panamá.
La contradicción quedó patente cuando en la reciente conferencia de desarrollo sostenible de la ONU en Río de Janeiro, tribus amazónicas protestaban en las calles mientras Rousseff firmaba la declaración final en la que se comprometía a luchar por un mundo “más verde y limpio”.
Según Philip Fearnside, profesor del Instituto Nacional para la Investigación de la Amazonía, “Belo Monte es la punta de lanza para desmantelar el sistema entero de regulaciones y licencias medioambientales”. James Anaya, relator de la ONU para derechos de los pueblos indígenas, no cree que el gobierno de Brasilia haya cumplido sus obligaciones de consultar a las etnias locales. Fearnside denuncia que solo un 25% de la energía que generará Belo Monte irá para satisfacer el consumo de los hogares. Casi el 30% alimentará industrias pesadas como la del aluminio.
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