Una breve historia con Elmer Campos (Guardián del Perol).
Por Franz Sánchez.Es el último paradero. El bus de "los chinos" sube desgastado, casi resistiéndose a hacerlo, como todo lo que existe por aquí: las casas resistiéndose a ser desiertos, las gentes resistiéndose a morir, o a vivir.
Bajamos los tres: Ramón (dirigente), un comunero del 29 de noviembre (así se denomina a los que sobrevivieron al asalto cobarde, hace casi un año, en las inmediaciones de las lagunas, baleados a larga distancia, por la espalda), y yo.
Vamos a ver a Elmer, un joven al que, desde hace un tiempo he sentido necesidad de conocer, y poder leer de sus propios labios, la historia de ese infausto día en el que perdió la mitad de su vida.
Su hermana nos recibe y guía hasta su modesta vivienda, está en un pasaje estrecho, los verdes no existen, los tonos de colores no dan ninguna bienvenida, todo es gris, como en un exangüe desgaste de la vida.
"Habrías tenido que estar allí para sentirlo", me dijo hablándome en tercera persona (como si no entendiera que soy yo, el que ve con estos ojos, lo que nadie quiere ver, o que le molesta mirar).
"Estos días son los peores, a veces no quiere ni hablar" dice la hermana de Élmer. "Por qué, todos se han olvidado que mi hermano está aquí, amarrado a una cama, sin poder mover las piernas, todo por defender unas lagunas que ya no sabemos si serán de nosotros..." (se oye un silencio, que obliga a contener la respiración, y es allí cuando, una lágrima surca las grietas del cansancio que se marcaron en el rostro de ella).
La impotencia circula junto con mi sangre; y es como si ambas, impotencia y sangre (no sé en qué proporción) le hicieran un nudo a mi cuello como queriéndome estrangular, y me siento explotar, con ganas de echarle la culpa a todos, incluso a mí mismo (por ser tan joven, y no poder cambiar el rumbo "normal" de las cosas). Y en este punto, ya estoy harto, cansado, jodidamente iracundo de que, en cada lugar, en cada espacio de mi entorno, de mi propia vida, se meta el podrido poder fáctico de una transnacional con la que, de colisionar, deriva, solamente injerencias en la vida de uno. Y esta es MÍ VIDA, la vida de Elmer, la de los comuneros... No está en alquiler ni en oferta, por eso se las defiende.
-"Pasen a verlo" -invita la señora.
El cuarto tiene las paredes blancas y limpias (salvo una inscripción en una de ellas, que llama mi atención). Elmer, desgastado, pero nunca vencido, tiene dificultades para hablar porque ha perdido la práctica habitual. Lo primero que pregunta es:
"¿Cuánta gente hay en las lagunas?" (Y yo me sorprendo de su pregunta. Y casi me alegro de que no exista una respuesta clara...)
"Hay gente todavía por allí... siguen cuidando las lagunas…" (Improvisa uno de nuestros paisanos)
¿Cuántos? (vuelve a preguntar Elmer).
¡Trescientos! dice el celendino que estuvo con él, cuidando nuestras lagunas, el día en que Elmer Campos Álvarez fue baleado por la espalda, perdiendo un riñón, el bazo, la movilidad en las piernas, pero poniendo a buen recaudo la decencia, porque su dignidad está intacta (la puedo ver).
"Yo digo por qué no me mataron, y me dejan inservible aquí en mi cama..." dice Elmer, y luego al mover un poco el tronco, dibuja un gesto de dolor inenarrable, que le hace morder la almohada...
El suyo es un dolor que se siente como propio, como si aquel balazo traidor, hubiera entrado por nuestras espaldas.
"Le pudo tocar a cualquiera, compañero" (intenta consolar nuestro paisano).
Reviso alrededor con la mirada, hay decenas de cajas con envolturas vacías de medicamentos (la mayoría para mitigar el dolor).
Elmer no levanta la cabeza, le sigue doliendo, como no lo imaginan... todo. Y creo, que no es solo un dolor físico, es el dolor del exilio obligado , el dolor de ver la vida pasar frente a sus ojos, día a día, y no poderse parar para hacerle frente. Es el dolor de saber que la empresa a la que llama abiertamente “mi enemiga”, moviliza a cientos de comuneros hasta Lima, y les cierra la puerta en la cara, la bronca (es dolor).
No saben como crujen sus dientes, apretados, (mordiéndose uno mismo para ver si se siente), cuando se habla de Conga.
No sabemos si tocarle la espalda, para transmitirle una poca de fuerzas... Elmer, levanta sin ayuda de nadie la cabeza, y dice: "¿Ganaremos?"
Y aunque no lo sabemos con certeza, le decimos. Sí, Conga no va más.
Elmer no abandonó la lucha, ahora está en dos: Contra la parálisis, y contra la minera. La primera le intenta robar la memoria, la expresión, las ganas de vivir, e intenta postrarle en el abandono de "resistir" (que de eso se trata, de vivir). La segunda... también.
Mientras Elmer, se alista en su silla de ruedas, me aproximo a la pared donde noté una inscripción. Y pude leer: "Piensa que la vida es un espejo, sonríele y te sonreirá"
¿Quièn escribió la frase? -pregunto.
Yo. (Me contesta).
Vine pensando en aquello, y ahora veo que la propias personas son espejos, algunas al observarlas (más allá del simple hecho de mirar) son cristalinas y otras opacadas por algún tono oscuro (como los espejos polarizados, o los que brillan mucho y tampoco dejan ver). Elmer, logró que al intentar ver, a través de él, me viera a mi mismo.
Y hoy sé, que por más contradicciones familiares o laborales tenga, por más recriminaciones o llamados de atención y amenazas simplonas coleccione, voy por el camino correcto. Elmer ahora es un espejo, al que cotidianamente deberían recurrir los jóvenes, que mueven las piernas pero para no ir a ninguna parte, para permanecer plantados, esperando el látigo represor, sirviendo, obedeciendo. Muertos, sin haber luchado.
Heroicos guardianes de las lagunas, heridos cobardemenbte por los mercenarios de Newmont.