Por Alan Ele - (@alanele)
En la primera semana de marzo se realizó en Cajamarca una asamblea en las lagunas de la zona de Conga, que tuvo como conclusión de las organizaciones participantes dar un plazo de quince días a la minera Yanacocha para que retire su maquinaria del lugar. Allí, en las alturas, encontramos a una pequeña mujer, emblema de la resistencia cajamarquina y nacional en torno al derecho sobre la tierra.
Los cerros le roban el ánimo a los cristianos cuando no avanzan rápido; eso asegura, entre bromas y en serio, uno de los recios comuneros que avanza sin pausa entre montes y peñascos por el camino que conduce al mismo corazón de Conga, la laguna Azul. Otro comunero, bolo de coca y cañazo encima, le responde que esas son cojudeces, que hay que avanzar nomás. Los últimos de la caravana vemos como se pierden sus espaldas tras unas enormes y verdes colinas. Ya no están. Nos hemos quedado solos.
Santiago, un carismático antropólogo neoyorquino, avanza a paso acelerado para dar alcance a la primera comitiva encabezada por el líder ambientalista Marco Arana y los dirigentes Milton Sánchez y Eddy Benavides, además de cientos de comuneros que tienen como objetivo la laguna El Perol para realizar una Asamblea de coordinación de resistencia. Santiago, de poblada barba castaña, realiza un doctorado en conflictos sociales y ha elegido a Cajamarca como uno de sus centros de estudio. Es un tipo divertido, hasta que le toca hablar de los derechos del campesino peruano sobre el agua y la tierra, entonces su gesto se torna serio.
Kilómetros adelante, documentalistas canadienses y europeos utilizan mulas para transportas sus carpas y equipos. Tienen tanta resistencia al frío y a la altura que podrían competir con los mismos comuneros de la zona.
Nos hemos quedado atrás. Alguien previó –erradamente- dos horas de caminata desde la comunidad de Jadibamba, donde quedaron estacionados los vehículos, hasta las famosas lagunas en conflicto en el proyecto minero Conga. Para algunos la marcha duró cinco o seis horas, siendo sorprendidos al final del camino por la noche y la niebla cubriendo hasta el último rincón del horizonte.
Horas antes, aún con la luz de la tarde, llegó un momento en que los rezagados nos rendimos y decidimos aguardar el frío y la noche a la intemperie de la jalca, pero un guía, forjado en las artes misteriosas de Huancabamba, brindaba con el cerro para que nos “soltara” y nos dejara seguir. Era necesario brindar con el Apu con harto pisco, bolo de coca e inclusos caramelos de limón. Lo más probable es que la sugestión nos haya ayudado a recuperar las fuerzas y a seguir a paso firme por páramos desolados, ichus húmedos, y bofedales que mojaban hasta las rodillas.
La visión de dos siluetas en el horizonte fue lo más parecido a la alegría de descubrir un continente nuevo. Eran dos comuneros filmando el valle. “Estos trabajan para la mina”, comenta el guía. Los hombres son jóvenes y se ponen algo nerviosos. Estamos esperando a nuestro alcalde, se defienden. No queremos empezar una discusión, les pedimos una indicación y nos la dan. Nos señalan un extraño oasis en medio de tanta soledad, una carretera resguardada por dos ómnibus de la Dinoes.
Avanzamos por más peñas magistrales y riachuelos, y por fin flanqueamos el camino. Luego rodeamos una tranquera y subimos hasta un bosque de piedras, el mismo que sirvió de fortín para que los emblemáticos Guardianes de las lagunas acampasen en forma rústica, entre palos y plásticos, y vigilasen que no se acerquen la maquinaria de la mina y los efectivos policiales contratados por Yanacocha.
Una casa solitaria se erige en esas alturas de la comunidad denominada Tragadero Grande, le pertenece a la familia Chaupe. Es la última casa del lugar.
El sol, que es un brillo fantasmal, está a punto de ocultarse tras la enorme cordillera que enmarca la laguna Azul. Su brillo rebota apenas sobre el agua, y la niebla que nos rodea es un humillo rastrero. En ese pequeño bosque de piedras encontramos a Máxima Acuña Atalaya, la mujer emblema de la resistencia cajamarquina.
Máxima Acuña es costurera, tiene 42 años y es natural del caserío de Marcucho, distrito de Sorochuco – Celendín, tiene el gesto curtido pero la sonrisa amable, en casa la acompañan sus cuatro hijos y su esposo, el comunero agricultor Jaime Chaupe Lozano; pero ella es conocida en varias partes del mundo como la Señora Chaupe, a secas.
La lluvia vuelve a caer por veintiunava vez ese día, y la Señora Chaupe nos invita a guarecernos bajo un plástico azul. El frío es increíblemente intenso, y bajo ese plástico nos permite hacerle algunas preguntas.
¿Cuál fue el resultado del proceso judicial que tiene por estas tierras con la minera Yanacocha?
La fiscalía y los jueces de Celendín en vez de seguir mi caso dicen que han perdido los documentos que presenté en la misma mesa de partes, y al final le han dado la razón a los ingenieros de Conga de que yo estoy usurpando sus terrenos cuando eso no es verdad. Y me han dado una sentencia de pena suspendida donde yo debo firmar cada cierto tiempo, además de pagar 200 soles como reparación civil a la minera. Existe justicia para el pobre, dígame usted.
¿A quién le pertenece exactamente el terreno que estamos pisando?
Esta tierra que estamos pisando, donde están nuestros hermanos ronderos, los Guardianes de las lagunas, es de mi propiedad; y colinda con los terrenos comprados por la mina. Yo exijo que Yanacocha respete la linderación, los terrenos de nuestros hermanos campesinos, y que no invada nuestras propiedades. Yo tengo mi certificado de posesión de compra y venta de esta zona. Pero la empresa, servida de la prensa vendida, sale a decir que todito esto es de ellos por derecho, cuando en realidad está usurpando nuestra dignidad.
¿Cómo adquirieron ustedes estos terrenos?
Todos estos terrenos han sido antes una comunidad, y las autoridades de esta comunidad hicieron llamar a los comuneros de Chugurmayo, Cruzpampa y Salacate para hacer una división y entregar a cada uno su parcela con su respectivo documento y su certificado de posesión. Con el tiempo muchos comuneros han hecho sus traspasos o han vendido sus terrenos porque ya no querían vivir en estas alturas. Mi terreno me costó mi plata y lo compré en el año 1994. No es que yo haya venido a invadir como la mina lo dice en los medios de comunicación echados. Yanacocha ha dicho primero que le compró las tierras a la comunidad, luego dizque a los colindantes, pero en los documentos presentados ante la policía del distrito de Sorochuco dice que compró los terrenos a mi suegro Esteban Chaupe Rodríguez, y eso deja mi terreno libre. Nunca he vendido a nadie mi terreno.
En la primera semana de marzo se realizó en Cajamarca una asamblea en las lagunas de la zona de Conga, que tuvo como conclusión de las organizaciones participantes dar un plazo de quince días a la minera Yanacocha para que retire su maquinaria del lugar. Allí, en las alturas, encontramos a una pequeña mujer, emblema de la resistencia cajamarquina y nacional en torno al derecho sobre la tierra.
Los cerros le roban el ánimo a los cristianos cuando no avanzan rápido; eso asegura, entre bromas y en serio, uno de los recios comuneros que avanza sin pausa entre montes y peñascos por el camino que conduce al mismo corazón de Conga, la laguna Azul. Otro comunero, bolo de coca y cañazo encima, le responde que esas son cojudeces, que hay que avanzar nomás. Los últimos de la caravana vemos como se pierden sus espaldas tras unas enormes y verdes colinas. Ya no están. Nos hemos quedado solos.
Santiago, un carismático antropólogo neoyorquino, avanza a paso acelerado para dar alcance a la primera comitiva encabezada por el líder ambientalista Marco Arana y los dirigentes Milton Sánchez y Eddy Benavides, además de cientos de comuneros que tienen como objetivo la laguna El Perol para realizar una Asamblea de coordinación de resistencia. Santiago, de poblada barba castaña, realiza un doctorado en conflictos sociales y ha elegido a Cajamarca como uno de sus centros de estudio. Es un tipo divertido, hasta que le toca hablar de los derechos del campesino peruano sobre el agua y la tierra, entonces su gesto se torna serio.
Kilómetros adelante, documentalistas canadienses y europeos utilizan mulas para transportas sus carpas y equipos. Tienen tanta resistencia al frío y a la altura que podrían competir con los mismos comuneros de la zona.
Nos hemos quedado atrás. Alguien previó –erradamente- dos horas de caminata desde la comunidad de Jadibamba, donde quedaron estacionados los vehículos, hasta las famosas lagunas en conflicto en el proyecto minero Conga. Para algunos la marcha duró cinco o seis horas, siendo sorprendidos al final del camino por la noche y la niebla cubriendo hasta el último rincón del horizonte.
Horas antes, aún con la luz de la tarde, llegó un momento en que los rezagados nos rendimos y decidimos aguardar el frío y la noche a la intemperie de la jalca, pero un guía, forjado en las artes misteriosas de Huancabamba, brindaba con el cerro para que nos “soltara” y nos dejara seguir. Era necesario brindar con el Apu con harto pisco, bolo de coca e inclusos caramelos de limón. Lo más probable es que la sugestión nos haya ayudado a recuperar las fuerzas y a seguir a paso firme por páramos desolados, ichus húmedos, y bofedales que mojaban hasta las rodillas.
La visión de dos siluetas en el horizonte fue lo más parecido a la alegría de descubrir un continente nuevo. Eran dos comuneros filmando el valle. “Estos trabajan para la mina”, comenta el guía. Los hombres son jóvenes y se ponen algo nerviosos. Estamos esperando a nuestro alcalde, se defienden. No queremos empezar una discusión, les pedimos una indicación y nos la dan. Nos señalan un extraño oasis en medio de tanta soledad, una carretera resguardada por dos ómnibus de la Dinoes.
Avanzamos por más peñas magistrales y riachuelos, y por fin flanqueamos el camino. Luego rodeamos una tranquera y subimos hasta un bosque de piedras, el mismo que sirvió de fortín para que los emblemáticos Guardianes de las lagunas acampasen en forma rústica, entre palos y plásticos, y vigilasen que no se acerquen la maquinaria de la mina y los efectivos policiales contratados por Yanacocha.
Una casa solitaria se erige en esas alturas de la comunidad denominada Tragadero Grande, le pertenece a la familia Chaupe. Es la última casa del lugar.
El sol, que es un brillo fantasmal, está a punto de ocultarse tras la enorme cordillera que enmarca la laguna Azul. Su brillo rebota apenas sobre el agua, y la niebla que nos rodea es un humillo rastrero. En ese pequeño bosque de piedras encontramos a Máxima Acuña Atalaya, la mujer emblema de la resistencia cajamarquina.
Máxima Acuña es costurera, tiene 42 años y es natural del caserío de Marcucho, distrito de Sorochuco – Celendín, tiene el gesto curtido pero la sonrisa amable, en casa la acompañan sus cuatro hijos y su esposo, el comunero agricultor Jaime Chaupe Lozano; pero ella es conocida en varias partes del mundo como la Señora Chaupe, a secas.
La lluvia vuelve a caer por veintiunava vez ese día, y la Señora Chaupe nos invita a guarecernos bajo un plástico azul. El frío es increíblemente intenso, y bajo ese plástico nos permite hacerle algunas preguntas.
¿Cuál fue el resultado del proceso judicial que tiene por estas tierras con la minera Yanacocha?
La fiscalía y los jueces de Celendín en vez de seguir mi caso dicen que han perdido los documentos que presenté en la misma mesa de partes, y al final le han dado la razón a los ingenieros de Conga de que yo estoy usurpando sus terrenos cuando eso no es verdad. Y me han dado una sentencia de pena suspendida donde yo debo firmar cada cierto tiempo, además de pagar 200 soles como reparación civil a la minera. Existe justicia para el pobre, dígame usted.
¿A quién le pertenece exactamente el terreno que estamos pisando?
Esta tierra que estamos pisando, donde están nuestros hermanos ronderos, los Guardianes de las lagunas, es de mi propiedad; y colinda con los terrenos comprados por la mina. Yo exijo que Yanacocha respete la linderación, los terrenos de nuestros hermanos campesinos, y que no invada nuestras propiedades. Yo tengo mi certificado de posesión de compra y venta de esta zona. Pero la empresa, servida de la prensa vendida, sale a decir que todito esto es de ellos por derecho, cuando en realidad está usurpando nuestra dignidad.
¿Cómo adquirieron ustedes estos terrenos?
Todos estos terrenos han sido antes una comunidad, y las autoridades de esta comunidad hicieron llamar a los comuneros de Chugurmayo, Cruzpampa y Salacate para hacer una división y entregar a cada uno su parcela con su respectivo documento y su certificado de posesión. Con el tiempo muchos comuneros han hecho sus traspasos o han vendido sus terrenos porque ya no querían vivir en estas alturas. Mi terreno me costó mi plata y lo compré en el año 1994. No es que yo haya venido a invadir como la mina lo dice en los medios de comunicación echados. Yanacocha ha dicho primero que le compró las tierras a la comunidad, luego dizque a los colindantes, pero en los documentos presentados ante la policía del distrito de Sorochuco dice que compró los terrenos a mi suegro Esteban Chaupe Rodríguez, y eso deja mi terreno libre. Nunca he vendido a nadie mi terreno.
¿Cuántas veces la han intentado desalojar?
Desde el 22 de mayo del 2011 que han intentado pegarme, quitarme mis cosas, quemarme mi choza, botaron mis linderos, han desmayado a mis hijos. Mi hija de dieciocho años tuvo que arrodillarse frente a una maquinaria diciéndoles que la pasaran por encima si querían seguir, ahí la golpearon en la cabeza. Luego, en agosto, que se llevaron mis maderas, mis cosas, mi comida, todo lo han llevado a sus oficinas en la mina. Recién a los quince días han llevado las cosas a la fiscalía de Celendín. Y cuando fui a ver al fiscal dijo que no sabía nada y que no tenía nada. Después con sus maquinarias y su Dinoes han matado incluso mi perro pastor y se han robado a dos de mis ovejas en medio de risas y carcajadas. Yo soy una mujer pobre que vive de hilar y tejer, y de vender lo que confecciono. Mi esposo se dedica a la chacra para comer lo que sembramos, y ahorita la mina quiere que les paguemos reparación civil.
¿Hasta cuándo cree que pueda resistir el inevitable desalojo?
Voy a apelar a las instancias de la ciudad de Cajamarca, si no me dan la razón, iré a instancias más altas. ¿Hasta cuándo resistiré?, hasta que me mate la Dinoes, pues será. Pero eso sí, siempre luchando. Y Conga no va.
La lluvia arrecia y ya no es posible seguir en ese lugar. La señora Chaupe invita a los comuneros a pernoctar en su casa. Bajamos la colina y la oscuridad no deja ver ni siquiera nuestras propias manos. Aves chillonas cruzan nuestras cabezas mientras los perros ladran a la distancia. El miedo puede ser una alerta necesaria. El suelo lodoso requiere pisadas precisas y fuertes, y la luz de un fogón nos indica el camino hacia la casa. Somos varios, pero siempre hay forma de acomodarse. Nuestro aliento es puro humo. Estamos a bajo cero.
Los comuneros que llegaron hasta la misma laguna El Perol y que están de regreso comentan que una fila de maquinarias de la minera salió en huida al verlos llegar. Están removiendo tierra a quinientos metros de la laguna, aseguran. Hemos constatado que Conga nunca paralizó, concluyen. También comentan que los dirigentes pusieron una denuncia ante la fiscalía de prevención del delito por las tranqueras que coloca Yanacocha en las carreteras que son de libre tránsito.
Los comuneros son hombres recios, de caras tostadas por el sol y el frío. Ya en confianza, empiezan los chistes y la chacota, la casa invita la coca para el bolo y ellos ponen el cañazo. Se reparten caramelos, mientras los Chaupe preparan una sopa caliente revive muertos mezcla de arroz, fideos y arvejas. También comparten unas aguas calientes hechas con hoja de berenjena.
Hay luces que se acercan, algunos temen que sea la Dinoes provocando como siempre. Pero, no. Son Marco Arana, su agente de seguridad, y el dirigente de la PIC (Plataforma Interinstitucional Celendina) Milton Sánchez. Están empapados como todos. El fogón se convierte en un secador improvisado de medias, zapatos y pantalones. Algunas medias se calientan más de lo debido y se cocinan con las cenizas.
Solo las velas alumbran la noche, no hay luz eléctrica, y los celulares deben cargarse al bajar al pueblo una o dos veces por semana.
Los comuneros cuentan historias de fantasmas y comparan habilidades para los chistes. La coca y el cañazo los mantienen despiertos hasta bien entrada la madrugada. Pero es a las tres de la mañana cuando el frío se vuelve insoportable a pesar de los ponchos y frazadas. El hombre de la casa, don Jaime Chaupe, cuenta que alguna vez los funcionarios de la mina y los fiscales le pidieron hacer un trato para vender sus tierras a un precio considerable, pero no aceptó.
Son las cuatro y media de la mañana, y lo primero que hace Máxima Acuña Atalaya, alumbrada apenas por una linterna, es pelar papas y dejar todo listo para que su nuera preparare el almuerzo durante el día. En medio de la oscuridad, una presencia. Es Santiago, el antropólogo neoyorquino, llega mojado diciendo que ha vivido un infierno congelado al perderse en el camino. Le brindan un lugar para dormir.
Es viernes, 5:30 a.m., día de mercado. La Señora Chaupe lleva un pesado quipe y, junto a su esposo, toma la combi que la llevará a la comunidad de Santa Rosa para vender sus productos. Se despide de los comuneros y dirigentes.
La claridad de las mañanas a 4 000 metros de alturas impacta en las retinas no preparadas.
La Dinoes, desde sus buses, vigila a los Guardianes de las lagunas, camionetas de la minera filman todo a cierta distancia, y agentes del Ministerio público -con chalecos antibalas- hacen presencia constante. Será una semana movida y fría para todos.
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