Por: David Roca Basadre
(Colaborador para los Blogs MI MINA CORRUPTA y Celendin Libre)
No me importan las cifras del INEI que hablan de reducción de la pobreza, con criterios fujidudosos por lo demás. La reaccionaria y famosa frase de la gran novela de Lampedusa, resuena insistente: “Es necesario que algo cambie, para que todo siga igual”.
La tragedia de los jóvenes efectivos policiales abandonados por su comando a morir; la soberbia repulsiva del terrorista “Gabriel” feliz de sus crímenes pero señalando con certeza la debilidad de sus oponentes; el armamento y chalecos antibalas de baja calidad entregados a jóvenes aprendices, apenas veinteañeros, para tareas que debieran cumplir soldados y policías de mayor experiencia, pero que están en Cajamarca avituallados por la minera para reprimir a los que cuidan su agua, su tierra; la larga espera por las tierras de Olmos que ahora quedan en manos de pocos; la fiebre por reorganizar el uso del territorio solo para exportar a los de siempre… No, esto no cambió nada.
¿Nadie recuerda la farsa de Cueva de los Tayos en la estúpida guerra de fronteras coloniales, que perdimos con el Ecuador? ¿Nadie recuerda la tristeza, en esa guerra, de soldados adolescentes sufriendo la miseria de sus armamentos y alimentación y dando muertos del pueblo que ya se olvidaron? ¿Y los soldados y civiles que dieron la vida en la lucha contra el terrorismo y que ahora mutilados muchos, apenas reciben apoyo de nadie? ¿Quién menciona al valeroso ejército ashéninka que combatió a Sendero Luminoso y lo venció en su territorio? ¿Saben que, luego de esa guerra, les pusieron un fortín en sus tierras para controlarlos? ¿Y que ahora prospecciones petroleras, represas hidroeléctricas y un proyecto de ley para promover su desplazamiento en beneficio de la inversión privada, obligan a los peruanos ashéninkas y asháninkas a temer por su futuro? Sí, a los mismos que en La Convención abren trocha a las tropas de inexpertos y sus temerosos comandos.
¿De qué patria estamos hablando, señor presidente, señores ministros y congresistas, señores de la importancia? ¿De la patria de los banqueros que se enriquecen con diferenciales enormes entre lo que pagan a sus ahorristas y lo que cobran como intereses? ¿Hablamos de la del señor que tumba bosques vírgenes en la selva para plantar palma aceitera, que es una especie extraña y depredadora, y tumba bosques secos en el norte para sus negocios de etanol? ¿Será la patria de los mineros que destrozan fuentes de agua y campos de cultivo y envenenan el aire? ¿Será la de los industriales anchoveteros que nos dejan sin base alimenticia, sin alimento para otras especies y sin pescado en los platos de los niños y niñas de Pachacutec, para seguir aprovisionando a las granjas de peces de países extraños y ricos?
¿Por qué tenían que morir los héroes policías Tamani, Flores y Vilca? ¿Por qué debieron arriesgar su vida el joven suboficial Astuquillca y sus demás compañeros sin entrenamiento? ¿Cuál era el sentido? ¿Mantener la misma lógica de imitación de desarrollo, ordenando todo igual mientras se regala espejitos de colores, que ahora son celulares y ropas chinas que duran pocos meses? Y hay que comprar de nuevo…
¿De qué estamos hablando? ¿Dónde está la patria? ¿Basta una bandera para decir que existe, cantar el himno nacional, la mano al pecho mientras se piensa en el provecho que se puede sacar con el rancho de las tropas, con las multas, con las compras con comisiones bajo la mesa?
En el Club Nacional – que todavía está allí –, en Eisha, están tranquilos. La ecuación ‘lucrar es igual a éxito en la vida’ funciona como lógica imparable que preside la vida de su sociedad: todo está bajo control. Ese chip maligno permite el desorden que el Cardenal Cipriani llama orden. Así, el mito de la patria que no es patria se levanta y se distribuye en todo el territorio, y no deja crecer a la patria verdadera, la golpea y la criminaliza y la judicializa cuando quiere mostrar su verdadero rostro.
Escuchamos todos decir al padre del suboficial Vilca, en el reportaje televisivo del hallazgo de los restos mortales de su hijo, que se trataba de un crimen de los que lo mandaron allí, y que no quedaría impune. El joven Vilca, de pronto, tiene el rostro de todos los rostros de este país pluricultural que reclama por lo suyo, y que dice que ninguna injusticia quedará impune. Téngalo por seguro, don Dionisio Vilca.
Artículo aparecido en el semanario "Hildebrandt en sus Trece" Nº 106 del 12 de mayo de 2012
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